Mateo 1:21 - Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Un ángel apareció a José en un sueño hablando estas palabras maravillosas acerca del hijo que María daría a luz. No se dijo esto de ningún otro niño en toda la historia de la humanidad. Ni de los hombres más grandes se hablaron tales palabras, con una misión tan grande que cumplir; ni siquiera de Juan el Bautista, el más grande de los profetas. Ningún otro niño fue destinado para tal misión. Solo Emanuel, Dios con nosotros, Dios manifiesto en la carne, podría cumplir esta misión. Solo Dios podría salvar a los hombres de sus pecados. El hombre por naturaleza está tan atado por las cadenas de hierro del pecado que ningún brazo de carne mortal las puede romper. Para una hazaña tan extraordinaria como esta se necesita un Hombre extraordinario, un hombre que es Dios, con todo el poder de la omnipotencia sobre sí mismo. ¡Y gracias a Dios por hacer justo eso, mandando a su Hijo único para lograr lo que ningún hombre pudo!
Este pequeño versículo de Escritura está repleto de la verdad del Evangelio. Trataremos de desembalarlo ante nuestros ojos en una manera práctica, para que podamos contemplar al Cordero de Dios que vino para quitar el pecado del mundo; contemplar la obra que el Señor hizo ante nuestros ojos, y maravillarnos.
EL GRAN NOMBRE DEL SALVADOR
El ángel le dijo a José: “y llamarás su nombre JESÚS”. En su nombre hay una descripción de su misión. El mismo significa: “El Señor (YHWH) es Salvación.” Esta es una verdad tan importante, y muchos se pierden por no reconocerla y creer con una fe verdadera. ¡El nombre de nuestro Salvador significa que el Señor es Salvación! Como dijo el profeta Jonás: “La salvación es de Jehová” (Jon. 2:9). Esto nos enseña dos verdades importantes:
1. La Salvación no se encuentra en algo que haga el hombre. El hombre es una criatura que no ha alcanzado los estándares morales de Dios. El hombre es corrupto, abominable, y totalmente inmundo, contaminado con el pecado. No solo está sucio por fuera (en la misma forma que un judío estaría contaminado ceremonialmente si tocase una criatura inmunda como un cerdo); el hombre está contaminado por dentro, y su corazón es la raíz de toda clase de pecado y corrupción, como una alcantarilla pútrida que arroja todo tipo de mugre y viles asquerosidades ante Dios (así lo dijo el Señor en Mat. 15:18-19). Una criatura inmunda como esta no puede hacer nada para merecer su propia salvación. Cuantas más obras haga aparte de recibir la justicia de Dios, más de su ira merecerá, en vez de su favor. Por lo tanto, el hombre por sí mismo no tiene esperanza alguna de alcanzar la salvación. El hombre no es capaz de salvarse de su propio pecado. La salvación no se encuentra en algo que el hombre pueda hacer. Solamente se encuentra en la Persona y obra del Señor Jesucristo por medio de la redención.
2. La salvación es completamente una obra del Señor. Esto es lo que significa el mismo nombre de Jesús, y bendito sea su nombre por esta verdad. Significa que solo en él hay salvación. Nadie puede salvarse de sus propios pecados, ya que Jesús es el Único que salva al hombre de su pecado. La salvación no es por la decisión, voluntad, iniciativa, deseo, moralidad, habilidad, poder o fuerza del hombre; es por la voluntad, iniciativa, deseo, moralidad, habilidad, poder y fuerza de Dios por medio de Jesucristo (Juan 1:13, Tit. 3:5). El hombre no es salvo por la obra que haga al intentar salvarse, pues tal cosa sería imposible, pero en la obra que Dios hizo en nombre suyo cuando Jesús murió como el sustituto del pecador en la cruz (2 Cor. 5:21). La salvación no es lograda por la obra manchada e insuficiente del hombre, sino por la obra perfecta y completa de Cristo. Por tanto, el pueblo de Dios que está salvado de su pecado es salvo solamente por la obra que hizo Jesucristo en su muerte expiatoria y resurrección. Y como la salvación se encuentra totalmente en él, ninguno que él ha escogido justificar cesará de ser glorificado (Rom. 8:29-30), y ninguna oveja por cual ha entregado su vida y derramado su sangre preciosa será eternamente perdida (Juan 17:9-12). Esto es, al menos que creas que las oraciones de Jesús no fueron contestadas, ya que él pidió que ellos sean “guardados”. Y entonces podemos regocijarnos por el hecho de que nuestra salvación y seguridad ante el Padre son basadas en lo que Cristo hizo, y no en lo que nosotros hemos hecho. Él es el Salvador, y debe ser el único objeto de nuestra fe.
¡Regocijémonos en el gran nombre de nuestro salvador! “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). Jesucristo solo es el camino a Dios. Solo él es nuestra irrompible, inquebrantable Roca de salvación que nunca puede ser movida. “Redención ha enviado a su pueblo; para siempre ha ordenado su pacto; Santo y temible es su nombre” (Salmo 111:9). Solo a Jesús pertenece el noble título de “Reverendo”. Ese es su nombre, no el nuestro. Debemos darle la gloria que merece su nombre, pues nadie se podrá jactar jamás en su presencia.
LA GRAN MISIÓN DEL SALVADOR
Jesús dejó la gloria del cielo, se despojó a sí mismo y se hizo hombre, con el fin de salvarnos de nuestros pecados. No vino a salvarnos de sufrir en este mundo. Sin duda muchos predicadores enseñan esto hoy en día; que Jesús vino para hacernos prósperos, exitosos, y siempre darnos circunstancias agradables. Pero esta es una mentira y contradice la misma misión del Salvador, que fue, en sus mismas palabras, “dar su vida en rescate por muchos” (Mat. 20:28). Su negocio es salvar al hombre del pecado. No de una cuenta de banco vacía, no del sufrimiento en este mundo y no de las pruebas y tribulaciones.
En realidad, la Palabra de Dios nos promete que sufriremos como cristianos. De hecho, la Biblia nos informa que Dios nos ha llamado a sufrir tribulaciones (1 Tes. 3:3), y todos aquellos que viven vidas santas y en compromiso con Cristo padecerán algún tipo de persecución (2 Tim. 3:12). Querido cristiano, puedes estar seguro que Dios te hará pasar por el fuego para purificarte y probar la sinceridad de tu fe. Si nunca has sufrido en la carne es difícil creer que estés tomando tu cruz en obediencia a Jesús (Mat. 16:24). Si nunca sufres penalidades, es difícil creer que seas un buen soldado de Jesucristo (2 Tim. 2:3). Cristo no vino para salvarte de todos tus problemas en este mundo. Vino para salvarte del problema más grande de este mundo: el pecado.
Jesús vino a este mundo en una misión de rescate radical. Mientras que toda la humanidad se hundía y ahogaba en el mar del pecado, sin esperanza y sin fuerzas, él vino al rescate como el Capitán de nuestra salvación. Él vino en una misión, enviado de la Majestad en lo Alto, en una misión especial de búsqueda y rescate “a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Vino para comprar a su pueblo la redención, para salvarles de sus pecados.
LA GRAN SALVACIÓN DEL SALVADOR
La salvación que Jesús vino a comprar para su pueblo, y entregar libremente a aquellos que se arrepienten y creen en él, es una salvación maravillosa. Es una salvación completa, salvando a todo el hombre. No es una salvación que solo salva a una parte del hombre, y deja las otras partes sin tocar. “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”, dijo el Apóstol, y no solo a las almas de los pecadores sin afectar las vidas prácticas de ellos (1 Tim. 1:15). Cristo es un Salvador victorioso que victoriosamente salva a los hombres del pecado. Hay al menos cinco aspectos principales en los cuales Jesús salva al pecador del pecado. Son: (1) Del castigo del pecado, (2) de la culpabilidad del pecado, (3) del placer del pecado, (4) del poder del pecado, y (5) de la presencia del pecado. Es el derecho de nacimiento de cada hijo de Dios participar de estas maravillosas bendiciones. Y por cierto que cada hijo de Dios lo hará. La falta de participar en alguno de estos cinco aspectos puede ser la evidencia de no ser salvo. Ahora, habrán tiempos de duda, tiempos de lucha, tiempos de enfrentar la tentación, y aún tiempos de tropiezo; sin embargo, el verdadero hijo de Dios mostrará en su vida la realidad de la salvación completa de Dios.
1. Jesús vino a salvar a su pueblo del castigo del pecado. Nos referimos a esto como la gran doctrina de la justificación. Este es el gran tema de Romanos capítulos 1-5. Todos los que conforman el pueblo de Dios eran antes pecadores, muchos de ellos fueron los peores pecadores en comparación con otros hombres; siendo lo necio de este mundo, mereciendo el castigo más severo por la mano de la ira de Dios y; sin embargo, Dios, que es rico en misericordia, demostró su amor en mandar a su único Hijo para ofrecerse como una propiciación para el pecado para satisfacer su propia retribución divina, creando una forma para que los pecadores sean perdonados. La sangre de Cristo satisfizo la justa ira de Dios contra el pecado, haciendo una expiación perfecta para siempre. Nosotros hemos violado la santa Ley de Dios, y merecemos sufrir las peores de sus amenazas y castigos, pero Cristo vino, nacido bajo la Ley, muriendo y haciéndose una maldición sustituta para redimir a los que estaban bajo la maldición de la Ley (Gál. 3:13; 4:4-5). Aunque los pecadores han violado la Ley de Dios y merecen la pena de muerte (espiritual y eterna) por los pecados cometidos contra el Rey de los Cielos, Jesucristo vino y vivió una vida sin pecado y escogió morir, una vez por todas, para pagar la multa de los crímenes cometidos contra Dios.
Ahora, ya que él satisfizo la justicia divina y apaciguo la ira divina, Dios es capaz de mirar al pecador y pronunciarle “perdonado” en base a su fe en la obra sustituta y completa de Jesús (Rom.3:25-26). El castigo que el pecador merecía por el pecado era la muerta, la separación de Dios y el tormento eterno en el infierno, porque “la paga del pecado es la muerte”, la separación del favor y la vida de Dios. Pero Jesucristo llevó la muerte que el pecador merecía para que el pecador pueda recibir la vida que Jesús merece. Entonces, cuando una alma cree en el Señor Jesucristo con una fe verdadera del corazón, confiando en que solo Cristo le puede salvar, Dios libremente perdona cada pecado que él haya cometido y remite el castigo que merecía, escogiendo, en vez de castigarle, derramar sobre él sus recompensas y bendiciones eternas, en nombre de la obra completa de Cristo.
Por tanto el pecador que tiene fe en Jesús es perdonado de todos los pecados que haya cometido, ya que esos crímenes recibieron su castigo en la Cruz, y es contado como un hijo de Dios y recibe grandes bendiciones y la salvación eterna del castigo del pecado. Ahora la persona que tiene fe en Jesús es justificada y nunca enfrentará la condenación de Dios: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). El castigo merecido está perdonado y la vida eterna le es dada como un regalo de la gracia. Ninguna acusación de castigo se puede hacer a los escogidos de Dios porque Dios mismo es él quien los justificó (Rom. 8:33). Jesús salva a su pueblo del castigo del pecado completa y eternamente, ya que el perdón que ofrece no se basa en algo que ellos hayan hecho, harán o puedan hacer, pero se basa en la obra completa de Jesucristo en la redención.
2. Jesucristo salva a su pueblo de la culpabilidad del pecado. Nos referimos a esto como la gran doctrina de la seguridad (estar seguro de la salvación de uno mismo). El pecador que es justificado por fe no solo recibe un perdón judicial de Dios en forma de un decreto eterno y celestial; también recibe el lavamiento interno de la culpabilidad del pecado por medio de la sangre de Jesús, y el sello del Espíritu Santo testifica en el corazón del redimido que su salvación es genuina y que verdaderamente tiene vida eterna. La culpabilidad que solía contaminar la conciencia del santo ya no está presente en la misma manera que estuvo antes de que fue salvo. La conciencia ha sido limpiada y el saber que sus pecados han sido perdonados le da una paz interna.
“Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb. 9:13-14). En el Antiguo Pacto en los tiempos de Moisés, cuando un judío se contaminaba ceremonialmente por cualquier razón, Dios aplicaba el remedio que señalaba a la obra de Cristo en la salvación. El sacerdote llevaba una vaca alazana sin defecto fuera del campamento, la mataba, y aplicaba la sangre al propiciatorio del Arca del Pacto para simbolizar una expiación. Luego quemaba el becerro y tomaba las cenizas y las mezclaba con el agua de purificación. El agua entonces era rociada sobre cualquiera en Israel que había contraído una impureza ceremonial (ver Números 19:1-10). La culpa que aquellas personas incurrían por tocar algo inmundo sería limpiada por el agua. Esto les daría paz en su conciencia y les permitiría adorar a Dios sin algún estorbo.
Bueno, ¡el autor de Hebreos nos dice que en la misma forma, la sangre de Cristo purificará nuestra conciencia de lo que es impuro para que podamos servir al Dios vivo y acercarnos a él con confianza de corazón y plena certidumbre de fe! Piensa en esto: ¡hemos sido limpiados de toda la vergüenza que una vez cargábamos en nuestros corazones, y todo el dolor de nuestro sentido de culpabilidad y condenación ante Dios, y ahora podemos servir a Dios con un conocimiento profundo de que él nos acepta! La carga de culpabilidad que antes llevábamos, sumamente pesada para nuestras almas como un monton de ladrillos sobre nuestros hombros, ha sido completamente quitada y remplazada con el abundante amor, paz y gozo del Espíritu Santo (Mat. 11:28-30). Ahora, por la salvación maravillosa del Señor Jesús, el pueblo de Dios puede regocijarse con gozo inefable y lleno de gloria, con la ausencia total de la culpabilidad y vergüenza, sabiendo que tienen libre acceso a Dios como su Padre Celestial, siendo miembros de la familia de Dios (1 Pe. 1:8, Ef. 2:18-19). El hijo de Dios no tiene que sentir la desesperación, condenación y culpa que el Acusador de los hermanos trata de poner sobre ellos para arruinar su fe y confianza en Cristo. El Señor ha llevado la culpa de ellos tan lejos como el oriente está del occidente. Esa culpa fue imputada a él y la llevó fuera de vista (Lev. 16:21-22).
3. Jesucristo salva a su pueblo del placer del pecado.Esto es logrado mediante la gran obra de la regeneración. Cuando un pecador ha sido perdonado de todo su pecado, el Espíritu Santo viene y hace su morada en su corazón y comienza una milagrosa obra creadora en la vida de él (Juan 14:23, 2 Cor. 5:17). Dios imparte a la persona justificada una nueva naturaleza que le permite escuchar y responder a él. El hombre interior es transformado de tal manera que ya no anhela los mismos pecados que antes anhelaba. Sus afectos y deseos quedan tan transformados que él ya no desea el mundo con sus concupiscencias y pecados; en vez, anhela las cosas santas de Dios, y una relación real con el Dios vivo (Salmo 42:1-2).
Esto quizás es mejor resumido en Ezequiel 36:26, cuando el Señor habla de la obra sobrenatural y milagrosa que efectúa en los pecadores bajo el Nuevo Pacto: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne.” Recibir un nuevo corazón significa recibir nuevos afectos internos y un nuevo amor interno. En lugar de amar y disfrutar del pecado, el hijo de Dios amará y disfrutará las cosas santas de Dios. Antes se deleitaba en las cosas del mundo y en el pecado, pero ahora todo eso le contrista. Ahora se deleita en la presencia de Dios, y está satisfecho con las bendiciones de Dios, ya que estas cosas promueven una dependencia más profunda en él (Salmo 36:7-8). Los santos antes tenían un corazón de piedra, esto es, un corazón que era duro, frio y no respondía a las cosas de Dios. Pero ahora el santo tiene un corazón de carne, uno que es blando, templado y sensible a Dios. Y, aunque el santo pueda tropezar y caer en el pecado, será contra sus verdaderos deseos internos, y su corazón se afligirá ante el Señor. En este nuevo corazón está el mismo corazón de Cristo, con el asiento de los afectos enfocado en amar y glorificar a Dios como un estilo de vida.
Jesús nos salva de disfrutar de la oscuridad de las moradas de maldad de los impíos, y más bien nos hace regocijar en la luz de los atrios del Dios santo (Sal. 84:10). Un verdadero hijo de Dios no puede, en una forma continua, persistente, repetida, habitual y sin reservas, deleitarse en el mismo pecado del cual fue salvado por Jesús. Tal cosa sería una tremenda contradicción. La salvación que Jesús ofrece al hombre no solo le perdona, pero también regenera su corazón y crea en él un deseo de no seguir en el pecado.
Cuanto más santo sea un hombre, más aborrecerá al pecado y más sensible será a ello. El amor de Cristo en el corazón del santo le hace amar las cosas que Cristo ama, deleitarse en las mismas cosas que Cristo se deleita, aborrecer lo que Cristo aborrece, y luchar contra las mismas cosas que Cristo luchó. Cualquiera que profesa ser cristiano, rumbo al cielo, pero sigue disfrutando del pecado en una forma intencional y habitual, tiene mucha razón de dudar si realmente ha experimentado la Gran Salvación del Señor en su vida.
4. Jesucristo salva a su pueblo del poder del pecado. Nos referimos a esto como la gran doctrina de la santificación. Cuando el Señor salva a una persona, también la santifica, cuando la saca del reino del dominio del pecado y la consagra en el reino de la santidad. Y mientras que al principio la santificación es efectuada en un sentido posicional, también se llevará a cabo durante la vida del creyente en una forma práctica (1 Cor. 1:2, 2 Cor. 7:1). En otras palabras, la perfección del Señor Jesús no solo será acreditada al pecador en una forma judicial, pero también comenzará a obrar en él, haciendo que se esfuerce en alcanzar la perfección en su vida de forma práctica. El poder del Espíritu Santo en los corazones de aquellos que han sido salvados les permitirá andar sobrenaturalmente en victoria sobre el poder del pecado.
“Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Rom. 6:14). El ser salvado por la gracia de Cristo no es una excusa para seguir pecando con impunidad, como si la salvación por gracia significaría que no importa si uno obedece a Dios o no. Mas bien, el ser salvo por gracia significa que no solo nuestros pecados han sido perdonados, también tenemos un poder sobrenatural obrando en nosotros que nos permite matar a nuestras tendencias pecaminosas y andar habitualmente en una obediencia real a los mandamientos del Nuevo Pacto. Bajo la Ley, no hay salvación del pecado. La Ley prohíbe el pecado y condena a todo aquel que la viole y; sin embargo, no ofrece ni el poder ni la ayuda para vencer. Pero la gracia es totalmente diferente, porque ofrece el poder del Espíritu Santo para posibilitar que los que han sido salvados caminen en una santidad de corazón habitual. La Ley ordena y condena, pero la gracia perdona y fortalece. La Ley no puede hacer santo a nadie, pero la gracia hace santo a todo aquel que la reciba. “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:3-4).
Cuando la gracia de Cristo verdaderamente ha salvado el alma de una persona, también le enseñará a poner a muerte el pecado y vivir en santidad. Si alguien profesa haber recibido la gracia de Dios pero sigue practicando el pecado, hay suficiente evidencia para indicar que ésta persona nunca ha sido santificada; y si nunca ha sido santificada, nunca ha sido justificada. La gracia de Dios es transformadora, haciendo que el recipiente de ella sea totalmente diferente al de las personas normales de este mundo. “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tit.2:11-14). La salvación de Cristo mediante la gracia de Dios efectúa una transformación en aquellos que la reciben, y esto será evidente en sus vidas. Si no hay transformación y poder sobre el pecado, no hay salvación.
5. Jesucristo salva a su pueblo de la presencia del pecado. A esto nos referimos como la gran doctrina de la glorificación. Aquellos que han sido salvados del castigo, la culpa, el placer, y el poder del pecado al final serán salvados de la presencia del pecado para siempre cuando sean glorificados juntos con Cristo. Aunque los que mueren en Cristo antes de su venida inmediatamente dejan sus cuerpos para estar presentes con el Señor, totalmente libres de la carne pecaminosa, y viven en un estado de perfección con Cristo en la gloria, también habrá un día glorioso en cual todos los santos recibirán nuevos cuerpos en la resurrección de los justos. La gran salvación que Cristo compró para su pueblo no solo salva sus espíritus y almas, sino también sus cuerpos. Sin embargo, no son los cuerpos terrenales que son salvados; él les ha comprado nuevos cuerpos celestiales que serán eternos y sin pecado. “Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo animal, y hay cuerpo espiritual. Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante.” (1Cor.15:42-45). Aunque el pueblo de Cristo en la tierra se pueda sentir sumamente débil y abrumado con millones de enfermedades y debilidades que están relacionadas con sangre y carne, va a venir un día glorioso en cual todos serán resucitados y librados de tales padecimientos, glorificados juntamente con él en un paraíso eterno. Podemos estar seguros que Él que comenzó en nosotros la buena obra la perfeccionará, vendrá de nuevo y levantará a todos los que durmieron en él. ¡No se olvidará de ninguno de ellos, sonará la gran trompeta del Arcángel y hará vivir a todos los muertos! “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero. Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero (Juan 6:39-40).”
Está es la esperanza bienaventurada de todos los hijos de Dios, sabiendo que “cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2). Sabemos entonces que nuestra labor en el Señor no es en vano. Esta es la esperanza bienaventurada que llenó los corazones de los mártires benditos de la Iglesia temprana, quienes dieron sus cuerpos para ser crucificados, quemados, descuartizados por caballos, dados a bestias indomables, bajo las grandes persecuciones de Roma. Y no solo para ellos, sino también para innumerables santos a través de las edades que dieron sus vidas, sacrificando sus cuerpos, para confirmar la fe que tan sinceramente guardaban en sus corazones. Ellos sabían que sus tribulaciones eran momentáneas, y que un galardón eterno les esperaba en el Cielo, con nuevos cuerpos y la promesa de un estado eterno de morar con su amado Señor en su gloria.
NUESTRA NECESIDAD DEL SALVADOR
Cuando vemos la salvación maravillosa que Cristo nos compró con su misma sangre, nos damos cuenta de nuestra gran necesidad de recibirla. “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (Heb. 2:3). No hay nada que se pueda comparar al esplendor y la maravilla y gloria de la salvación que se encuentra solo en Jesús. Todo lo demás es basura en comparación, y ninguna otra cosa importa. Jesucristo es el Señor del cielo y de la tierra, y merece la recompensa por su sufrimiento. Merece la Gloria que se le debe a su nombre. Merece la adoración y alabanza que le pertenece, de su pueblo, de todas naciones y tribus. Solo él tiene las llaves de la muerte y el infierno, y la autoridad de librar a quien quiera. Debemos postrarnos ante él y confesar nuestra gran necesidad para la salvación que vino a dar a la humanidad.
Entonces, querido lector, ¿dónde te encuentras en cuanto a ésta salvación? ¿La has recibido? ¿Ha pronunciado el Señor que tus pecados han sido perdonados? ¿Ha sido limpiada tu conciencia de toda culpabilidad y condenación para que puedas servir a Dios con seguridad y paz? ¿Ha sido cambiado tu corazón de tal manera que ya no tienes el deseo de seguir en los mismos pecados que antes, pero ahora buscas a Dios con una santa hambre y sed de justicia? ¿Te ha liberado el Espíritu Santo de la esclavitud del pecado de tal manera que ya no sirves al pecado como tu amo, sino te rindes a Cristo como un siervo de justicia? ¿Tienes la esperanza bienaventurada en tu propio corazón sabiendo que tu Salvador vendrá pronto para juntarte con sí mismo, para glorificarte y hacerte un heredero de los tesoros eternos?
Si el Señor Jesucristo te ha salvado del pecado, podrás contestar estas preguntas con algún nivel de certeza, y servirán para confirmar tu fe, haciendo que te regocijes en la gran misericordia que él te ha demostrado. No obstante, si no has sido salvado, y ves claramente que estos aspectos de su gran salvación no han sido obrados en tu vida, y no hay evidencia de ellos, estás en grave peligro, y con una gran necesidad de renunciar a tus propios esfuerzos de salvarte a ti mismo y confiar solamente en Aquel que obtuvo la gran salvación para todos los que creen su Evangelio. Si no tienes la salvación que he descrito, no tienes nada de importancia o valor eterno. Fija tus ojos en el Redentor, que redime a sus hijos de la destrucción y desesperación eterna, y les da libremente de sus riquezas y gracia, causando que sus antiguos enemigos se conviertan en sus amigos, que sean aceptados en el Amado, y nunca tengan que enfrentar la ira de Dios por el pecado, ya que todo fue castigado por completo en el Calvario. “Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios” (Juan 3:17-18).
por Josef Urban